Monday, December 25, 2006

04- LA TRAVESIA

Imaginense flotar a mil metros de altura, solazándose con el vasto panorama que se extiende a sus pies, en la barquilla turística de un poderoso zepelín, mientras el tiempo transcurre alejado de todo los problemas que ocurren alla abajo. O, ¿es esto rigurosamente cierto?...
----------------------------------------------

A seiscientos pies de altura las cosas aparecían, en verdad, diferentes. Se sentía uno casi como un oculto espectador que veia transcurrir, en forma despersonalizada, los acontecimientos que se iban desplegando secuencialmente ante sus ojos. Era, ciertamente, un recuerdo para toda la vida.

El huso de plata del zepelín hería la pureza de un cielo sin nubes, surcando silencioso sobre el igualmente silencioso desierto del Sahara español. Hacía algunas horas, su paso había sido sorprendido por una banda de beduinos, quienes le persiguieron por largo como infructuoso rato, maldiciéndolo y blandiendo sus armas e, incluso, disparando contra él.

Pronto la nave egresaría de la candente costa africana y se adentraría en los misterios del azulado océano, que parecía invitarlos a amarizar en la engañosa tranquilidad de sus aguas. Su ruta enfilaba ya hacia la sin par, la embrujadora Rio de Janeiro, novia hermosa del continente americano y lugar de descanso de las intrépidos leviatanes que cada vez con mayor frecuencia surcaban sus aires.

El hombre joven dormitaba. Era la tercera vez que cumplía la travesía y comenzaba a temer la identificación de un patrón de rutina. De esa rutina que constituía su horror y que le inducía a no escatimar gastos con tal de ahuyentarla. En la amplitud de la cabina colectiva, cómodamente arrellanado en su muelle butaca, había empleado las horas de la mañana explorando con su catalejo el cambiante panorama que se extendía bajo sus ojos. Eso, alternado con la lectura apasionante de la novela que había iniciado (con altas probabilidades de terminarla durante la travesía) y acompañado con sorbos de un delicioso vaso de Pernaud lo transportaban al umbral de la obnubilación absoluta...Algo mas alla, otros pasajeros se asomaban a los amplios ventanales abiertos contemplando el exterior o jugaban una apasionante partida de naipes o conversaban envueltos en el humo de sus pipasy cigarrillos o escribían largas (y emociónadas) cartas a casa.

Cayó la noche. Los primeros acordes del gran piano y los alegres y entusiastas aplausos lo despertaron por completo. Esta prometia ser una aburrida velada mas en el albergue flotante que los transportaba grácilmente a través de la inmensidad del espacio.

Subió a su camarote a cambiarse de ropa. Abrió la puerta deslizante. En la intimidad del compacto espacio extrajo su mejor atuendo. Con destreza procedió a vestirse. Miró a su alrededor abarcando los suaves colores azul-grisáceos de las acolchadas paredes del cuarto. Algo que lamentaba en el viaje era, como en ocasiones anteriores, la ausencia de ventanas que comunicaran visualmente al dormitorio con el espacio exterior. Nada como el viejo Graf y la conciencia inigualable, al despertarse, de sentirse levitar en la infinitud del vacío. Se perdían y se ganaban cosas con el progreso. No todo era ir hacia delante. La estrategia de sumergir gran parte del espacio habitable en las entrañas de zepelín había contribuído a la mejor marcha del mismo. Pero siempre había precios que pagar...

Caminó la cubierta, sin llegar a asimilar totalmente la increible sensación de mirar hacia abajo a través de los amplios ventanales de plexiglas insertados en el piso del corredor. A pesar de la noche, una luna llena inundaba con su luz el espacio acariciando con sus largos dedos dorados las crestas de las suaves olas que delataban, allá abajo, la presencia del mar.

Entró al comedor. Apreció una vez mas el excelente mural de Arpke. Algunas parejas danzaban ya románticamente en la encerada pista de baile. Se escuchaba el claro tintineo del cristal al transportar su preciosa carga de espíritus, granates o ambarinos.

Tomó asiento. A pesar de su juventud era tratado intuitivamente con el respeto y circunspección que invocaban sus pulidos modales y su obviamente sólida posición económica. Examinó con una suerte de displicente curiosidad el menú que le fue presentado. El chef de este vuelo rondaba el olimpo de los gastrónomos. Proveniente del renombrado Hotel Kurgarten, el mejor de Constancia, la patria chica de los gigantescos leviatanes del aire, el chef impartía a la deleitada audiencia el embrujo de su arte y de su experiencia sin par. Esto se apuntalaba con una cava de vinos de excelencia tal que hacía las delicias de cualquier sommelier, por exigente que este fuera.

La cena estuvo a la altura de las espectativas, pero ello no contribuyó a aliviar su espíritu abúlico. Sus compañeros de mesa, a quienes no había sido presentado aún, no habían hecho acto de presencia. Dos de ellos, un matrimonio de cierta edad habían decidido retirarse temprano, algo indispuestos por la novedad que para ellos significaba el viaje. Al cuarto pasajero ni siquiera recordaba haberlo visto. En consecuencia, cenó solo, cosa que no le desagradaba en lo absoluto. Ya en la culminación del del postre se sumió en tan profundas reflexiones que casi le hicieron olvidar la espectacular y rubia walkiria que le contemplaba con evidente interés reflejado en sus grandes y azules ojos.

Este viaje a Rio sería el último que haría por esta ruta. La situación era cada vez más tensa y peligrosa, aún cuando -por otra parte- no le aportaba nada nuevo. Los vientos de guerra, emocionantes inicialmente, habían dejado, para él, de ser noticia. Incluso la estimulante sensación de anónima incursión en predios prohibidos y altamente sensibles, análoga a la de caminar en un campo de minas -esperando en cualquier momento un fatal paso en falso- había dejado ya de impresionarlo.. Felizmente para sus embotados sentidos, en pocos dias estaría navegando el Amazonas rumbo a una nueva y peligrosa aventura que aliviaría su constante amenaza de aburrimiento. Su mente divagaba ya sobre los preparativos del nuevo viaje.

Por consiguiente, al hallarse en tal estado de abstracción, lo tomó por sorpresa el arribo del silencioso compañero de mesa que casi repentinamente se materializó frente a él. Lo contempló con discreción no exenta de cierta curiosidad. El recién llegado era alto, de edad indefinida, con un cierto aire de misterio en sus ademanes. Impecablemente vestido de noche, su elegante capa ya había sido colocada con estudiado descuido sobre la silla vacía a su lado. Se inclinó levemente, un rasgo de lejanía indescriptible en su profunda y oscura mirada. ¿Puedo sentarme? preguntó con absurda etiqueta -puesto que al cancelar su pasaje esto lo hacía tan dueño de su región de la mesa como al joven de la suya propia.

-Ciertamente- fue la inmediata respuesta. Es usted bienvenido.

Hubo una breve pausa. El desconocido ordenó brevemente su selección al obsequioso jefe de mesoneros. Luego miró a su alredor. La nota discordante de toda aquella alegre comparsa la marcaba un robusto y sanguineo militar,con cuello de toro, algo pasado de copas, con la ubicua y temible esvástica resaltando como un estigma sobre la manga derecha de su uniforme. Hablaba en tono alto, de forma jactanciosa y casi agresiva. Compartía una gran mesa donde se hallaba también sentada la rubia ondina. De momento, contestaba vehementemente a un anciano interlocutor.

- Mi querido doctor Schlassen, bien sabe usted que, por el bien de la patria, debemos permanecer alertas a cualquier signo de anormalidad. Ese es nuestro deber. Por él sacrifico con gusto mi reposo. Porque es necesario ofrendarlo, dado que la amenaza de espias está en todas partes. Y añadió mirando de reojo: ¡Hasta en esta nave en apariencia tan segura! Un coro de protestas y nerviosas risas predominantemente femeninas saludó esta última afirmación.

- Creo que hay temáticas mas apropiadas que discutir,ciertamente, comentó a media voz el recién llegado. El joven asintió, admirando su sinceridad.

- Permitame presentarme dijo el desconocido, con exquisita cortesía, soy el conde Josef Von Bal.

- Herr Karl Taffil, para servirlo, reimpostó el joven, reservando para otra ocasión más apropiada sus títulos (si es que los tenía).

El hielo estaba roto. Pronto encontraron temas y afinidades en común. La cultura de Bal resultó ser enciclopédica. Tanto en los temas humanísticos como científicos denotaba un conocimiento extraordinario. Pero era en la historia donde realmente alcanzaba la excelencia. En un nivel de acuciosidad cuya fuente de referencia costaba trabajo atribuir a los libros.

A medida que discurría la claridad comenzaba a hacerse en la mente de su interlocutor. La vieja e incomoda sensación de sentirse un cazador rondado, que había comenzado hace ya varios años en un estrecho callejón de la Casbah y lo había seguido intermitentemente por acantlados y fjordos retornaba ahora con sin igual intensidad.

Cautelosos, discurrieron durante cierto rato, como dos elegantes y hábiles adversarios, estudiando cada quién la oportunidad para la estocada oportuna .

Fue Taffil quien decidió terminar la espera. Comodamente se arrellanó en lo profundo de su asiento y de una manera clara y directa espetó a Bal:

-¿ Por qué me persigue usted desde hace años ? ¿ Quién es usted ? ¿ Qué es lo que busca ?

Se hizo el silencio. Ni los crujidos periódicos producidos por el balanceo de la estructura de la nave distrajeron la atención del diálogo que siguió a continuación.

Y habló el enigmático personaje:

Mi nombre es José Bálsamo. En mis tiempos fui conocido con el abominable título de conde de Cagliostro, lo cual me confirió una imagen en extremo dañina, ligada a la brujeria y la superchería. Como tal habité el siglo dieciocho donde, fruto de las convenciones y rigideces de la época y también - por que no decirlo- de mis propios excesos y depravaciones languidecí durante años en una vil mazmorra de la cual logre finalmente evadirme dando al mundo de la época la impresion de haber perecido y escapando así de su inclemencia. Pero mi origen verdadero es ancestral, mucho mas antiguo. Brota de la alquimia y de la antiquísima ciencia de la magia, de la pasión del hombre por conocer lo prohibido. Ese mismo origen ha trazado mi sino. Por haber osado jugar con la trama del destino, he sido castigado con el azote de la inmortalidad. Los siglos se suceden y no hay fin en puerta.

A medida que los años de cruel ostracismo se sucedían, sin esperanza de una terminación, para no enloquecer como el desdichado Werther, me tracé un propósito nacido de la desesperación: hallar al que se encontraba delante de mi, con una carga aún más pesada, para aprender de él a soportar la mía.

Así, repasé en ignotas bibliotecas polvorientos infolios de hechos y leyendas persiguiendo identificar el paradero de la unica persona que podría ayudarme en este mundo. La tarea fue por demás árdua. Hubo momentos en que pensé renunciar a mi búsqueda dada la infructuosidad de mis esfuerzos. Poco a poco, sin embargo, fui percibiendo un patrón, un hilo que, como el de Ariadna, me permiió emerger triunfante de ese espantoso galimatías. Ese patrón era el reto a la muerte, a su riesgo; mi desafío a ésta como forma de vencer su indiferencia.

Y luego, con inquebrantable paciencia, fragmento tras fragmento fui reconstruyendo una apasionante y tortuosa ruta que me llevó desde las sombrías cámaras de la Inquisición al espectáculo colectivo, sangriento y bárbaro, de la guillotina; la lucha cuerpo a cuerpo con el ciego terror a la metralla cruel en las trincheras; los horrores de la sanguinaria tortura practicada por comanches...Y tantas otras situaciones... Por último, en notable esfuerzo de síntesis, pasé de detectar a predecir y me plantee el Último Horror como reto. Me tomó varios años precisar vuestra pista a través de idas y venidas por diversos continentes, pero al fin os ubiqué, concluyendo aquí mi largo y enrevesado periplo.

Por eso he llegado a vos, Cartáfilo, señor del infinito tiempo, acicate de los desesperanzados y dueño de derroteros sin límite ni rumbo.¡ Mi maestro ! De quien espero alcanzar la luz de la sabiduría y el consejo oportuno para iluminar la senda que recorro desde hace siglos portando esta interminable cruz.

Y ahora habló el joven pasajero:

Soy, en efecto, Cartáfilo, también conocido como Ahasvero, Isaac Lequedem, o Butadeo. Por un irreverente pecado de juventud, que ahora reconozco despreciable y vil, fui condenado a errar por siempre jamás. He sido perseguido y humillado a través del mundo, arrastrando una condena cruel que aún escarmiento. Estoy exhausto de cargar con la expiación de cincuenta generaciones sobre mis hombros. Pero la muerte, con la que sueño, no me quiere en su reino. He buscado todos los medios de disfrutar su beso helado y ella se burla por siempre de mi desesperación.

...Y mi peor castigo, como bien habeis apuntado es la rutina, el espantoso aburrimiento. Nunca imaginé en mi corto lapso de vida normal el castigo que podía significar la terrible certidumbre de la inmortalidad, el yugo del tedio ¡Cómo lo odio, cómo lo temo! Nada ni nadie logra romper su cerco implacable por más de algunos días. Que en mi escala de inmortalidad son apenas minutos.

Por tanto, mucho me temo, no hallareis en mi respuesta clara a vuestras angustias. Tan sólo aspiro ya a retar incesante a la Muerte; perseguirla, hostilizarla hasta el punto en el cual ella misma se digne, finalmente, a terminar nuestra aciaga existencia, cubriéndonos ¡ Oh dicha ! con el negro sudario de su misericordia. Es nuestra única esperanza.

Y las lágrimas represadas durante siglos asomaron a los ojos de los dos inmortales al haber hallado finalmente, cada cual, un interlocutor digno de escuchar sus dolientes cuitas.

Lo que sucedió después se desarrolló tan rápidamente que apenas puede registrarse. Baste decir que el recio militar, irritado por las insistentes miradas de la blonda y apasionada walkiria a su vecino de mesa y estimulado por los vapores del alcohol estalló en cólera volcánica y se precipitó sobre Cartáfilo con el odio en sus ojos, volteando la mesa de un torpe manotón y enviando en todas direcciones platos y cubiertos.

- ¡ Ya lo sabía !, rugió, congestionado por la ira. Desde que subí a la nave sentí que llevabamos lastre de espías, ¡ pero ahora me doy cuenta que estaba ante mis ojos !. Y sin más realizó un torpe intento de atenazar el cuello de su odiado adversario.

Pero Cagliostro fue más rápido. Con fría determinación se interpuso entre los dos y de su mano abierta brotó un chorro de fuego que subió imponente hasta el cielorraso del comedor. El agresor, horrorizado retrocedió tambaleante y perdiendo el equilibrio fue a dar al suelo cuan largo era. Los comensales, ignorantes de la ilusión óptica creada magistralmente por Cagliostro estallaron en carcajadas.

Rojo de ira el militar se levantó como pudo y extrayendo de su cinto su pistola de reglamento vació su contenido en el pecho del mago. Nada aconteció. Atónito contempló a los dos desconocidos que se le acercaban implacablemente.

Cartáfilo habló esta vez, con infinito desprecio:

¡ Infeliz ! Es que no lo sabes aún...¡ No sabes que no podemos morir !

Y arrastrando tras ellos al aullante oficial a través del amplio ventanal abierto a sus espaldas, se precipitaron en la inmensidad de la noche...

Cuando el zepelín hizo finalmente su entrada triunfal a la vitoreante rada de Rio de Janeiro, la bitácora de abordo registraba la ausencia de tres pasajeros perdidos en el mar, por imprudencia, durante la travesía.

Fue la primera y única falla evidenciada por el programa.

Nunca se les halló.

No comments: